CONTRA BATAILLE: A próposito de 'Historia del Ojo' - Carlos Pérez Soto (1997)


Los problemas de los ex católicos siguen siendo, la mayoría de las veces, problemas de católicos. Se puede distinguir la negación, que lleva al ser a ser otro de sí, de la negación abstracta, que simplemente contrapone, y de la negación vacía, que opone el simple ser quieto, sin lucha, o la nada. La negación ex católica rara vez va más allá de la posición abstracta o vacía de un contrario simple. Esta imposibilidad es quizás parte de la venganza de un Dios vengativo, o es quizás la huella profunda de una fe totalitaria. Hay dos notables ex católicos que marcan en sus obras constantemente estas maldiciones. Uno es el simple Bataille, otro es su muy sofisticado admirador, Michel Foucault.


La simplonería del ex católico Bataille, que se limita a imaginar todo lo contrario de Dios para satisfacer de manera perversa su culpa de desconocer a lo sagrado, se hace más sutil en el ex católico Foucault, cuya poderosa mente convierte en conceptos lo que Bataille trata de narrar como experiencias, aunque sean experiencias producto de su fantasía (1).


No me pregunten cómo, pero a mi casa llegó un sobrino de Buñuel, y le he preguntado si su tío era católico. Me dice, admirándolo sin contemplaciones, que fue un hijo de hidalgos semi pobres, muy católicos, lo peor de España, y que cuando niño jugaba a hacer misa con altares de juguete. Cuando se considera su anti clericalismo posterior no debe olvidarse este dato o, quizás, este fenómeno cultural, de mucho mayor alcance.


La puerilidad de la obstinación pecaminosa de Bataille está tan cerca del éxtasis místico de Santa teresa (la francesa y la chilena), o de san Juan de la Cruz, que es sospechosa. Se trata simplemente del blanco y el negro de lo mismo: y los jesuitas pueden ser el negro, así como las monjas ursulinas son el blanco. Toda una cuestión meramente eclesiástica.


El libertino ilustrado, lineal y repetitivo, que es Sade, es convertido por Bataille en punto de fisura que inaugura sus narraciones y puerilidades pornográficas. La simplicidad truculenta de Bataille es convertida a su vez en símbolo ejemplar del pensamiento de nuestra época por Foucault, que quiere hacer filosofía desde la obstinación ex católica.


Estas son cosas que sólo le pasan a los franceses. Ni los ingleses, ni los alemanes, tienen sobre sí el peso de la hipocresía católica, ni necesitan como respuesta la hipocresía anti católica. O el simple agobio puritano, o el ligero espíritu liberal, los alejan de convertir en palabrería los vericuetos de sus complejos de culpa. La ligereza de los italianos es proverbial. Ni Casanova, ni Passolini, han significado para ellos el secreto a voces que son Sade y Bataille en la cultura francesa. Bocaccio y Chauser, habían puesto su sello en este ánimo liberal y festivo hace ya seiscientos años, y fue suficiente. Si los alemanes sufrieron el oprobio de la negación abstracta y desesperada de Dios fue cuando eran católicos. Los monstruos de Matías Grünewald son un ejemplo.


Todo el problema del vacío de Dios se resuelve en que para un ex católico hay Dios Padre o impera la nada. Sin el Padre los hijos que lo mataron sacralizan en sus filosofías las culpas del asesinato. Comparar esta actitud con la de Nietzsche puede ser instructivo. Nietzsche no siente el vacío de Dios, no hilvana un discurso quejumbroso y truculento para relatar su ausencia. Triunfante, cree que el super hombre puede vivir sin él. Celebra el ánimo festivo que enfrenta la nada como fuerza creadora. Es claro, en cambio, que el hombrecito Bataille no puede vivir sin su constante referencia. Es claro también que el filósofo profundo que hay en Foucault, por debajo del espectáculo académico de sus arqueologías, busca una y otra vez eludir ese vacío que lo agobia. Y quizás encuentra al fin la fórmula final en su idea del cuidado del propio cuerpo. No es raro que sus manuscritos descansen en un convento jesuita. Han vuelto a su origen.


Sólo hay una manera de que la muerte de Dios sea real, y no es, desde luego, la truculencia del pecado que lo prolonga de manera perversa. Y esa manera es la risa, la levedad de la indiferencia ante lo divino que, sin ser seguridad en sí misma y certeza es, al menos, clara y honrada prescindencia que se entrega a lo inmanente puro, a la vivencia ligera, a la falta de horizontes positivos o negativos. Este abandono alegre, cuando no es aún ataraxia, indiferencia pura o espera de la muerte, es el momento más bello de la ausencia de Dios. Sin épica alguna, entregados a la gracia de la ironía, a la fragilidad del cuerpo, a la simplicidad de lo bonito, la comedia pura, no atormentada aún por la culpa, es la “alegre despedida de los dioses” (2).


No fue la culpa, sino la desesperación ante la nada, lo que arrasó a la comedia. Ni siquiera el cristianismo, religión de corderos, simplemente incapaz de interrumpir la alegría sin convertirla previamente en culpa. Fue el Imperio Universal, la dominación absoluta, la que arrasó con el espíritu de la comedia. El cristianismo preparó el camino, y luego coronó su obra, devorando y profitando de sus ruinas.


En el espíritu post moderno coexiste la levedad de la comedia, como espíritu ultra liberal, con la truculencia de la culpa, arrastrada entre bambalinas y jerigonzas, por cripto judíos y ex católicos. Y ambas posturas tienen una relación específica con la espectacularidad sexual a la que llaman “erotismo”. Por un lado la moderación hedonista de la vivencia y del agrado, por otro lado las figuras del horror, el éxtasis y la muerte. Y no es raro que, en ambos casos, la materia propiamente sexual del erotismo se diluya. Por un lado en la moderación civilizada de la sublimación represiva, por otro lado en la des sublimación escabrosa y violenta, cuyo contenido se acerca más a la muerte que a la vida.


Pero, a diferencia de la comedia antigua, que fue sofocada por un poder totalitario y homogeneizante, la comedia nueva puede ser administrada por un dominio interactivo y diversificador. Con lo que la diferencia entre la comedia de espíritu liberal y la comedia atormentada, que no sabe gozar su propia risa, no es sino una diferencia entre dos modos de administración posible.


En vano buscará la des sublimación violenta escapar al continuo represivo, que ejerce más violencia y a mayor escala, que sabe presentar la violencia como comprensión psiquiátrica y legítima, que ejerce su violencia cotidianamente, en el modo natural de la dominación fuertemente establecida. La esterilidad de la impugnación se perderá en el gesto perversamente virtuoso, sin llegar nunca a constituir una política. En vano buscará la moderación liberal algo de contenido en la diversidad ilusoria del agrado manipulado. Y la fragilidad de vivir sin horizontes decaerá rápidamente al sin sentido y al vacío. El imperio universal, ahora flexible y diverso, arrasará al espíritu de la comedia una vez más, confirmando que el contenido real de la muerte de los dioses es su conversión en poderes terrenales.


Y todo esto porque si hay algo que el “erotismo” del agrado y el “erotismo” de la transgresión tienen en común es su obstinación en la individualidad, su incapacidad para constituirse en sustancia erótica, es decir, en espacio transindividual constituyente de una subjetividad histórica. La imposibilidad frustrante del agrado, la imposibilidad truculenta de la transgresión no son sino una misma : la imposibilidad de la individualidad.


Hay algo que liberales y ex católicos no han perdido nunca, aunque hayan perdido a Dios, y a la verdad, aunque hayan criticado abstractamente la idea de sujeto, y es la poderosa impresión de que todo devenir del ser atraviesa y se consuma en su ser individuos. Individuos leves que no requieren pertenecer, o individuos culpógenos que sólo entienden por pertenecer lo místico, lo sagrado. Convicciones en buenas cuentas simétricas, que se expresan ambas en la mitología de la centralidad del cuerpo.


(1) Ver, Michel Foucault: Prefacio a la Transgresión, (1962), Michel Foucault, De lenguaje y literatura, Ed. Paidós, Barcelona, 1996.

(2) Marguerite Yourcenar, en su “Cuaderno de notas a ¨Memorias de Adriano¨”, dice que le interesó el siglo II porque fue, durante mucho tiempo, el de los últimos hombres libres. Los dioses ya habían muerto, y el nuevo Dios no nacía aún.