PREFACIO a la transgresión - Michel Foucault (1963)


El siguiente artículo fue publicado por primera vez en el homenaje que la revista Critique rindió a Georges Bataille en su número 195-196 (agosto-septiembre del año 1963). El número en cuestión incluía además aportaciones de Alfred Métraux, Michel Leiris, Raymond Queneau, Maurice Blanchot, Pierre Klossowski o Roland Barthes, entre otros.


Se cree fácilmente que en la experiencia contemporánea la sexualidad descubrió una verdad de naturaleza que habría aguardado pacientemente mucho tiempo en la sombra y bajo diversos disfraces y que solo nuestra perspicacia positiva nos permite hoy descifrar antes de tener el derecho de acceder finalmente a la plena luz del lenguaje. Sin embargo la sexualidad nunca ha tenido un sentido más inmediatamente natural y sin duda nunca ha conocido una “felicidad de expresión” tan grande como en el mundo cristiano del pecado y los cuerpos desposeídos de la gracia divina.

Lo demuestran toda una mística, toda una espiritualidad, que no podían de ningún modo dividir las formas continuas del deseo, la embriaguez, la penetración, el éxtasis y la comunicación íntima que se desvanece; todos estos movimientos los sentían transcurrir sin interrupción ni límites hasta el corazón de un amor divino del cual eran recíprocamente el último agujero y la fuente. Lo que caracteriza a la sexualidad moderna, de Sade a Freud, no es haber encontrado el lenguaje de su razón o de su naturaleza sino haber sido “desnaturalizada” y –por la violencia de sus discursos- arrojada a un espacio vacío en el que no encuentra más que la forma estrecha del límite y donde no tiene más allá y prolongación sino en el frenesí que la rompe. No hemos liberado la sexualidad, pero la hemos llevado exactamente al límite: límite de nuestra conciencia, de nuestra inconsciencia; límite de la ley, ya que aparece como el único contenido, absolutamente universal, de la prohibición; límite de nuestro lenguaje, pues dibuja la línea de espuma de lo que puede alcanzar completamente sobre la arena del silencio. Por consiguiente, no es por la sexualidad como nos comunicamos con el mundo ordenado y felizmente profano de los animales; ella es más bien cisura: no alrededor de nosotros para aislarnos y designarnos, sino para trazar el límite en nosotros y dibujarnos a nosotros mismos como límite.

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