1. Insuficiencia del principio clásico de utilidad
Cuando el sentido de un debate depende del valor fundamental de la palabra útil, es decir, siempre que se aborda una cuestión esencial relacionada con la vida de las sociedades humanas, sean cuales sean las personas que intervienen y las opiniones representadas, es posible afirmar que se falsea necesariamente el debate y se elude la cuestión fundamental. No existe, en efecto, ningún medio correcto, considerando el conjunto más o menos divergente de las concepciones actuales, que permita definir lo que es útil a los hombres. Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente necesario recurrir, del modo más injustificable, a principios que se intentan situar más allá de lo útil y del placer. Se alude, hipócritamente, al honor y al deber combinándolos con el interés pecuniario y, sin hablar de Dios, el Espíritu se usa para enmascarar la confusión intelectual de aquellos que rehusan aceptar un sistema coherente.
Sin embargo, la práctica usual evita estas dificultades elementales, y la conciencia común parece que, en una primera aproximación, no puede oponer más que reservas verbales al principio clásico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad material. Teóricamente, ésta tiene por objeto el placer -pero solamente bajo una forma atemperada, ya que el placer violento se percibe como patológico- y queda limitada a la adquisición (prácticamente a la producción) y a la conservación de bienes, de una parte, y a la reproducción y conservación de vidas humanas, por otra: (preciso es añadir, ciertamente, la lucha contra el dolor, cuya importancia hasta en sí misma para poner de manifiesto el carácter negativo del principio del placer teóricamente introducido en la base). En la serie de representaciones cuantitativas ligadas a esta concepción de la existencia, plana e insostenible, sólo el problema de la reproducción se presta seriamente a la controversia por el hecho de que un aumento exagerado del número de seres vivientes puede disminuir la parte individual. Pero, globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la actividad social implica el principio de que todo esfuerzo particular debe ser reducible, para que sea válido, a las necesidades fundamentales de la producción y la conservación. El placer, tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en definitiva, en las interpretaciones intelectuales corrientes, a una concesión, es decir, a un descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más importante de la vida se considera constituida por la condición -a veces incluso penosa- de la actividad social productiva.
Es verdad que la experiencia personal, tratándose de un joven, capaz de derrochar y destruir sin sentido, se opone, en cualquier caso, a esta concepción miserable. Pero incluso cuando éste se prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el más lúcido ignora el porqué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar utilitariamente su conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad humana puede estar interesada, como él mismo, en pérdidas considerables, en catástrofes que provoquen, según necesidades concretas, abatimientos profundos, ataques de angustia y, en último extremo, un cierto estado orgiástico.
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Cuando el sentido de un debate depende del valor fundamental de la palabra útil, es decir, siempre que se aborda una cuestión esencial relacionada con la vida de las sociedades humanas, sean cuales sean las personas que intervienen y las opiniones representadas, es posible afirmar que se falsea necesariamente el debate y se elude la cuestión fundamental. No existe, en efecto, ningún medio correcto, considerando el conjunto más o menos divergente de las concepciones actuales, que permita definir lo que es útil a los hombres. Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente necesario recurrir, del modo más injustificable, a principios que se intentan situar más allá de lo útil y del placer. Se alude, hipócritamente, al honor y al deber combinándolos con el interés pecuniario y, sin hablar de Dios, el Espíritu se usa para enmascarar la confusión intelectual de aquellos que rehusan aceptar un sistema coherente.
Sin embargo, la práctica usual evita estas dificultades elementales, y la conciencia común parece que, en una primera aproximación, no puede oponer más que reservas verbales al principio clásico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad material. Teóricamente, ésta tiene por objeto el placer -pero solamente bajo una forma atemperada, ya que el placer violento se percibe como patológico- y queda limitada a la adquisición (prácticamente a la producción) y a la conservación de bienes, de una parte, y a la reproducción y conservación de vidas humanas, por otra: (preciso es añadir, ciertamente, la lucha contra el dolor, cuya importancia hasta en sí misma para poner de manifiesto el carácter negativo del principio del placer teóricamente introducido en la base). En la serie de representaciones cuantitativas ligadas a esta concepción de la existencia, plana e insostenible, sólo el problema de la reproducción se presta seriamente a la controversia por el hecho de que un aumento exagerado del número de seres vivientes puede disminuir la parte individual. Pero, globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la actividad social implica el principio de que todo esfuerzo particular debe ser reducible, para que sea válido, a las necesidades fundamentales de la producción y la conservación. El placer, tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en definitiva, en las interpretaciones intelectuales corrientes, a una concesión, es decir, a un descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más importante de la vida se considera constituida por la condición -a veces incluso penosa- de la actividad social productiva.
Es verdad que la experiencia personal, tratándose de un joven, capaz de derrochar y destruir sin sentido, se opone, en cualquier caso, a esta concepción miserable. Pero incluso cuando éste se prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el más lúcido ignora el porqué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar utilitariamente su conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad humana puede estar interesada, como él mismo, en pérdidas considerables, en catástrofes que provoquen, según necesidades concretas, abatimientos profundos, ataques de angustia y, en último extremo, un cierto estado orgiástico.
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* Este artículo se publicó por primera vez en el nº 7 de La Critique Sociale (enero de 1933), órgano del Cercle communiste démocratique de Boris Souvarine, en el que Bataille colaboraba desde su 5ª entrega.