El siguiente texto fue publicado en el nº 3 de la revista La Révolution surréaliste (15 de abril de 1925). Traducción de Diego Luis Sanromán.
El cristal, las venas de la madera y de la luz, y la propia luz de los alcoholes necesarios para una existencia profética, las músicas demasiado ligeras como para que las maldigamos, las estrellas compradas a precios irrisorios, las perlas nacidas del juego del aire con la piel de las mujeres, todas estas exigencias constituyen la médula de nuestros sentidos, ese arroyo en el que vertemos la sangre pura de los sueños.
No amamos sino la nieve y el fuego, las heladas tormentas del polo, las víctimas aún calientes de la esperanza, las vivas aristas de las llamas o del agua que roen nuestra osamenta. No amamos sino la nieve y el fuego de la carne, auténtica densidad de nuestro espíritu. El curso de los astros dirige nuestros pasos como ese batir febril de las arterias cuando una mirada o un brebaje salpica de agujas nuestros ojos.
Los bellos colores nos cautivan. Los hay que se asemejan a los múltiples ojos del amor, al reflejo del crimen sobre la hoja de un cuchillo, a los pasos de una virgen impura sobre el extraño espejo de la memoria. Con tales colores engalanamos la ciudadela de nuestros miembros cuando nuestras manos quisieran ser imitaciones o disparos. Los mezclamos con nuestro espíritu hinchado de amargura, los estrechamos entre nuestros brazos tras los momentos de embriaguez. Los desordenamos para levantar barricadas, con el fin de emponzoñar el aire con nuestra eternidad. Entre los polos de la luz y de la oscuridad, las lágrimas amarillas de la vida preparan los colores de la muerte.
No existen más que los colores trágicos, esos que se enroscan como serpientes entre las lianas de la atmósfera. No existen, decimos, más que esos pigmentos solares capaces de arrebatarnos sangre y agua. Cuando las calles son presa de la electricidad, todos los anuncios rapaces nos atraen. Nos volvemos fosforescentes, y no se trata de la lepra. Para que no sientan vergüenza, intentamos vestir ropas ideales. Desde luego, miramos a la cara a las esfinges con cabeza de alfiler. Desbaratamos los complots de los banqueros encerrados en su desapacible Bolsa, esos que no leen el porvenir salvo por las corruptas exigencias de sus Mercados y que se permiten insultar el rostro del cielo en nombre de su riqueza podrida. Pradera movediza y blanda donde todos los reptiles son alfombras, ¡te desafiamos! Nuestros pasos son lo bastante puros para escapar de tus trampas. Nuestras frentes son lo bastante altas como para emerger aunque estemos hundidos, ¡y nuestros cabellos siempre flotarán para lanzarte maldiciones!
Nos habéis robado, cuervos, las mujeres a las que amamos. En las cavernas móviles de vuestros coches, las mantenéis prisioneras por la degradación universal. ¡Puercos vendidos! ¡Perros prostituidos! Sois los albañaleros del cielo. Todo lo que tocáis se transforma en excrementos. Y a esas adoradas mujeres ya no las reconocemos desde que os pertenecen.
Reclamamos aquellas que por derecho vuelven a nosotros, esas lujosas amigas que llevan nuestros colores –en virtud de un segundo de arrepentimiento que atravesó en alguna ocasión sus ojos- en nombre del amor esencial que sólo nosotros sabemos arrastrar tras nuestra sombra.
Pues valemos más que vosotros, más que esa vida de vidrio quebrado, más incluso que el instante fatal en que nuestra boca y nuestra eternidad no formen más que dos labios.
No amamos sino la nieve y el fuego, las heladas tormentas del polo, las víctimas aún calientes de la esperanza, las vivas aristas de las llamas o del agua que roen nuestra osamenta. No amamos sino la nieve y el fuego de la carne, auténtica densidad de nuestro espíritu. El curso de los astros dirige nuestros pasos como ese batir febril de las arterias cuando una mirada o un brebaje salpica de agujas nuestros ojos.
Los bellos colores nos cautivan. Los hay que se asemejan a los múltiples ojos del amor, al reflejo del crimen sobre la hoja de un cuchillo, a los pasos de una virgen impura sobre el extraño espejo de la memoria. Con tales colores engalanamos la ciudadela de nuestros miembros cuando nuestras manos quisieran ser imitaciones o disparos. Los mezclamos con nuestro espíritu hinchado de amargura, los estrechamos entre nuestros brazos tras los momentos de embriaguez. Los desordenamos para levantar barricadas, con el fin de emponzoñar el aire con nuestra eternidad. Entre los polos de la luz y de la oscuridad, las lágrimas amarillas de la vida preparan los colores de la muerte.
No existen más que los colores trágicos, esos que se enroscan como serpientes entre las lianas de la atmósfera. No existen, decimos, más que esos pigmentos solares capaces de arrebatarnos sangre y agua. Cuando las calles son presa de la electricidad, todos los anuncios rapaces nos atraen. Nos volvemos fosforescentes, y no se trata de la lepra. Para que no sientan vergüenza, intentamos vestir ropas ideales. Desde luego, miramos a la cara a las esfinges con cabeza de alfiler. Desbaratamos los complots de los banqueros encerrados en su desapacible Bolsa, esos que no leen el porvenir salvo por las corruptas exigencias de sus Mercados y que se permiten insultar el rostro del cielo en nombre de su riqueza podrida. Pradera movediza y blanda donde todos los reptiles son alfombras, ¡te desafiamos! Nuestros pasos son lo bastante puros para escapar de tus trampas. Nuestras frentes son lo bastante altas como para emerger aunque estemos hundidos, ¡y nuestros cabellos siempre flotarán para lanzarte maldiciones!
Nos habéis robado, cuervos, las mujeres a las que amamos. En las cavernas móviles de vuestros coches, las mantenéis prisioneras por la degradación universal. ¡Puercos vendidos! ¡Perros prostituidos! Sois los albañaleros del cielo. Todo lo que tocáis se transforma en excrementos. Y a esas adoradas mujeres ya no las reconocemos desde que os pertenecen.
Reclamamos aquellas que por derecho vuelven a nosotros, esas lujosas amigas que llevan nuestros colores –en virtud de un segundo de arrepentimiento que atravesó en alguna ocasión sus ojos- en nombre del amor esencial que sólo nosotros sabemos arrastrar tras nuestra sombra.
Pues valemos más que vosotros, más que esa vida de vidrio quebrado, más incluso que el instante fatal en que nuestra boca y nuestra eternidad no formen más que dos labios.