Cuando pienso en los años pasados, siempre hay figuras asombrosamente presentes a las que admiré o dejé de lado porque no respondían a mis propias preocupaciones o, simplemente, porque entonces, en mis grandes años de creación solitaria, consideraba que la pintura era algo que debía experimentarse en una existencia ascética, lejos de rumores y modas, y de "parisianismos" de todo tipo. Recuerdo a Maurice Blanchot y Henri Michaux como figuras a las que respetaba por su silencio y su pretensión de internarse en la creación, por su intransigencia. Y a Georges Bataille, al que apreciaba, aunque no tanto, por sus arrebatos y su violencia, y también por ese afán de dominio que tenía siempre. Traté mucho a Bataille, aunque no me sumaba a sus tesis, a sus chifladuras fantásticas, al furor, podría decirse, que ponía en todas las cosas. Como André Breton, de quien estaba a la vez cerca y lejos, porque ambos tenían personalidades demasiado fuertes para coexistir, Bataille necesitaba dominar a los demás. En sus iniciativas había algo bastante pueril, una afición excesiva al secreto que le daba aires de gurú. Se habría sentido a gusto como papa de una religión creada por él, y yo, intelectualmente, no podía seguirle en esos desvaríos. Por entonces yo era un ser demasiado independiente, demasiado arisco como para seguir a alguien en unas aventuras que me parecían fantasiosas. La creación de Acéphale en la posguerra fascinó a muchos artistas, pero a mí no me gustaban nada esas prácticas iniciáticas, esos intentos de sondear los secretos. Bataille tenía una clara afición por los ritos secretos con toda su parafernalia, decorado, escenografía y ritual, de los que además se nutría su obra. Esa atmósfera de logia masónica donde se mezclan el erotismo, la transgresión, la blasfemia y la sacralidad al revés, casi diabólica, no me interesaba nada. Hubo una época en que mi hermano Klossowski se sintió atraído por esas iniciativas creadoras, pero nuestra impregnación cristiana era demasiado fuerte para que sucumbiéramos a ellas. Además, en Bataille había cierto cariz antisemita, o por lo menos así lo veíamos nosotros, algunos de los que no aceptábamos sus teorías. Bataille estaba fascinado por los ritos que empleaban los fascistas para seducir a las masas. El ansia de poder que reflejaban estos ritos le fascinaba.
A mí me horrorizaba esa locura, por muy escenificada que estuviera. Procuraba acceder a los misterios del arte por otros medios más pacíficos, más sensibles. Nunca renuncié a alcanzar la belleza divina, que he intentado plasmar en mi trabajo. En él no se verán fracturas ostensibles, seducciones pasajeras. Al contrario, hay una unidad a la que siempre he aspirado. Esa unidad me la han proporcionado el paisaje, la gracia ambigua y vertiginosa de mis jóvenes modelos femeninos, el tacto de su piel o de los frutos que con tanto placer he pintado. Courbet me guiaba mejor que las aventuras seudoeróticas de Bataille y sus amigos, que sus ensayos infantiles. Por no hablar de los caminos supuestamente nuevos por los que quería llevarnos Breton... Me basta con las texturas de los pintores primitivos italianos y las de las carnes de Delacroix y Courbet. Nunca me he apartado de ellas.
* El texto anterior está extraído de las Memorias de Balthus. Traducción de Juan Vivanco para DeBolsillo, Barcelona, 2007, pp. 174-6.